Cuatro paredes y un techo, cinco planos, cinco espacios, cinco posibilidades de acceder a la inmensidad de lo delimitado por mil historias y una frontera. Sobre la veta marrón de la caobilla que soportará la obra, Miguel ejecuta con la soltura extraordinaria de su mano izquierda los primeros trazos del mural. Bastan tres líneas para completar un novillo que se ahoga en su angustia… doce trazos más para que el vaquero que lo ha lazado se ponga de pie sobre sus botas resecas… una centena de rasgos para que el ramaje de un árbol alcance el cielo antes de
sucumbir al tiempo.
Tras la oscuridad viene la luz, y en la confluencia de ambas el volumen toma su lugar para hacer de la ilusión una realidad casi tangible. Con un pincel de cerdas suaves, el artista teje en blanco de titanio la urdimbre que dará lugar al lomerío, al accidentado cauce del río San Lorenzo, al templo del mismo nombre, a la rústica panadera, al atado de cañas de maíz para forraje, al danzante de rostro pétreo…
Sobre el cielo raso, una columna de luz desciende, abriéndose paso a través de un cielo radial intensamente azul. En el centro de este vórtice, un ave de rapiña extiende sus alas en el prodigio de su vuelo extático, solitario. Desde este punto (o hacia este punto, que dada la visión esférica del tema cualquier consideración es válida) los signos de composición perfectamente unificada, coherente, redonda.
Artista que estima y prefiere los contrastes dramáticos, Miguel Valverde no duda en combinar el rojo del ocaso con el cerúleo del mediodía en el movimiento circular del firmamento que parece expandirse al compás del hipnótico planear del ave que es cruz y desatio, meta y destino. En su parte baja, como un milagro de la transmutación matérica, la bóveda celeste se transforma en la transparente superficie de un embalse cuyos reflejos multiplican una arboleda violentada por el aire.
Crianza, vuelo y retorno. El titulo de la pintura mural de Miguel Valverde es cíclico, y remite a la circularidad que arropa la totalidad de eventos universales, desde pequeñez del microcosmos hasta la infinitud de los espacios siderales. La vida remite a la muerte, y la muerte a la vida. La partida conduce al regreso, y el regreso a una nueva despedida. El vuelo lleva al aire, y la gravedad a la tierra. Nada escapa de esta fórmula divina, y Valverde la ensalza magistralmente en una obra que potencializa su idea esencial más allá del concepto puro, llevándolo a una composición formal sin límites. En su pintura, las líneas de paredes y techos desparecen como por arte de magia –sería más propio enunciar que lo hacen por la magia del arte– para fundirse en un único espacio unidimensional en el que cabe todo Belisario Domínguez, merced a la extraordinaria capacidad de Valverde para hacer de los rastros y rostros que se pueden hallar en un entorno geográfico determinadosignos imperecederos y absolutos, metáforas plásticas que por sí solas definen los paralelos y meridianos de una población que se resiste a morir. Y es que si alguna virtud tiene el arte es la de eternizar instantes fugaces del tiempo, haciéndolos vigentes
hasta que el tiempo mismo decide cuando una obra ha de convertirse en polvo.